EN PARÍS

Septiembre de 2002

 

 

Empezaba a oscurecer sobre París. La noche de finales de verano no conseguía ahuyentar a los viandantes, ávidos por empaparse del alma de una ciudad tan legendaria. Gabriela podía comprenderlo. París era una ciudad fascinante, llena de belleza y de historia. Pero no era su territorio, y eso se traducía en demasiados ángulos que escapaban a su control y demasiados ojos de los que mantenerse oculta. 

Desde la cima de la Église Du Dôme, observó los tejados de la ciudad extenderse hasta el infinito en todas direcciones. Paseó sobre la cubierta de piedra caliza hasta rodear la base de la cúpula. Sandra estaba sentada sobre el friso que rodeaba el tambor, recostada contra la vidriera de una de las ventanas, con una expresión de aburrimiento que rozaba el mal humor. Nada nuevo en ella, al fin y al cabo. 

Se detuvo unos metros delante de ella y dejó que su mirada se perdiese en las luces de la Torre Eiffel. Desde allí, tenían un envidioso panorama del que era probablemente el monumento más famoso de la ciudad. En otro momento se habría permitido disfrutarlo. 

—¿Qué demonios tiene que hacer, tanto tiempo ahí adentro? —se quejó Sandra.

Gabriela suspiró pero no contestó. Aunque internamente compartía la impaciencia de su compañera, su código ético le impedía mostrar ningún tipo de desconsideración hacia cualquiera de las Portadoras. Aunque ellas habían jurado lealtad ante la Piedra de Alnilam, para Gabriela aquel juramento se extendía al resto de Órdenes. A pesar de que no todas las Portadoras tuviesen un carácter tan agradable como la suya. 

El viento cambió de dirección, enredando su larga melena castaña alrededor de su cuello. Gabriela se removió, nerviosa. Se acercó a la balaustrada y echó un vistazo a la calle, donde una marabunta de gente bajaba por la escalinata de la fachada principal. El quejido del cuero del traje de su compañera le indicó que ella también se había puesto en pie. Escuchó sus pies sobre la piedra del tejado cuando se dejó caer y notó su presencia a su lado.

— Algo te tiene nerviosa —le dijo Sandra. 

Gabriela suspiró y asintió.

— Tengo un mal presentimiento —dijo—. Llevo con esa sensación desde que llegamos a París el viernes. 

—¿Crees que están aquí?

Le dirigió una mirada grave y asintió en silencio. 

Sandra consultó su reloj de pulsera. 

—Faltan menos de diez minutos para el cierre. Debería salir ya —anunció.

—Bajaré a buscarla. Tendré que dejar las espadas aquí —dijo Gabriela mientras desabrochaba el cinturón de sus wakizashi, que llevaba cruzado frente al pecho. 

Se lo tendió a su compañera, que lo colocó sobre el suyo propio mientras ella vestía su larga gabardina beis para ocultar el traje de cuero. 

—Ponte el fular —le recordó Sandra—. Estamos a finales de verano. Un pañuelo de seda azul cielo llamará menos la atención que ir de cuero hasta el cuello con el calor que hace. 

Gabriela asintió resignada y se colocó el fular de forma que la parte superior de su mono quedase oculta. A su compañera no le faltaba razón, pero aquello también significaba añadir más capas de tela a un traje con el que ya se estaba asando. 

Sin perder tiempo, se introdujo por una de las portezuelas que daban acceso al entramado de madera que soportaba el tejado y descendió entre las vigas. Llegó hasta una pequeña trampilla de madera a ras del suelo. La abrió y la luz del interior de la iglesia se filtró, iluminándolo todo. Salió a la plataforma que recorría el perímetro de la cúpula. Se permitió un instante para maravillarse por la belleza de aquella construcción, y por el privilegio de poder recorrerla hasta sus mismísimas entrañas. Descendió por una escalerilla de metal junto a una de las vidrieras hasta el nivel inferior y lo recorrió hasta dar con una de las escaleras de caracol que bajaban a la planta baja del templo. Al fondo de la escalera se encontró con una gran puerta de madera. Del otro lado le llegó el sonido amortiguado de las pisadas y los susurros de los turistas. La abrió con cuidado y echó un vistazo al exterior para estar segura de que nadie la veía. Salió y arrimó la puerta tras ella. 

Recorrió la iglesia a buen paso aunque sin aparentar prisa. A pesar de que el templo estaba a punto de cerrar, algunos visitantes entraron, intentando estirar la última atracción del día a paso apurado. A lo lejos, vio un rostro familiar en la pequeña capilla a la izquierda de la entrada. Una mujer de cabello rubio estaba de pie en el centro de la estancia. Estaba vestida con un elegante traje de lino en tono beis y una camisa a rayas blancas y azules. Gabriela caminó hacia ella y se colocó a su lado, girándose hacia la tumba y fingiendo admirarla, como haría cualquier turista. 

—“Es tarde. Debemos irnos” —dijo, utilizando el hilo telepático que había creado con la Portadora de Meissa tan solo un par de días atrás. 

—“Nos iremos cuando yo lo decida” —replicó la mujer con firmeza. 

Gabriela ahogó un resoplido de frustración. Empezaba a entender a las Guardianas de Meissa. Sidonie podía ser muy difícil.

—“No es seguro, Señora. Tengo la sensación de que los Enviados están en la ciudad.”

La miró de reojo y su corazón se aceleró al advertir el cambio en sus facciones y el color de su cabello, que se había vuelto de un castaño casi tan oscuro que parecía negro. 

—“¡Señora! ¡¿Cómo se os ocurre mostraros en público?!” —la increpó, dirigiéndole una mirada insistente.

Pero la mujer no se inmutó. Continuó observando la estatua de Jérôme Bonaparte, que se erguía orgullosa sobre el sarcófago en el que descansaban sus restos mortales. 

—¿Te has preguntado alguna vez por qué fuiste elegida? —preguntó la Portadora en voz alta.

Gabriela la observó, sorprendida. 

—Creo que no hay una mujer en la Unión de Orión que no se lo haya preguntado. Imagino que ustedes no serán la excepción —contestó. 

—¿Y cuál es tu teoría?

—¿Por qué fui elegida? 

Sidonie asintió.

Gabriela inspiró hondo, pensativa.

—Todas mis compañeras de Alnilam son mujeres con mucho talento, aunque sea en diferentes ámbitos. Quiero pensar que mi piedra me escogió porque yo también poseo alguno. 

La mujer le dirigió una sonrisa condescendiente.

—Además de la modestia, por lo que veo —observó—. ¿Crees que fue tu piedra quien te escogió? 

—Creo que son las Piedras quien nos escogen, aunque en origen, fueron los dioses quienes las han creado— contestó tras meditar su respuesta. 

Sidonie le dedicó una sonrisa misteriosa y volvió la vista de nuevo hacia el monumento. 

—Por la gracia de Dios, ¿eh? Algo tan sencillo como el lugar en el que nacemos puede determinar nuestra vida entera, sin darnos la oportunidad de ver quién podríamos haber sido si hubiésemos nacido en otra situación. No sé qué demonios estaban pensando los dioses cuando escogieron a algunos… 

Gabriela se sorprendió al ver la mirada de desprecio que le dedicaba a la estatua. 

—¿Le conocisteis? 

—Lamentablemente —confesó—. Nunca llegué a cruzar palabra con él. Yo no era de su rango, ni tenía intención alguna de pretenderlo. Pero tuve una gran amistad con su primera esposa, Elisabeth. Elsa era una gran mujer. Nunca se mereció a este canalla. Ella sería quien se merecería estar en un mausoleo y no a la intemperie. 

—¿Elsa? —repitió Gabriela—. Su nombre me suena familiar.

—Debería —dijo Sidonie—, aunque no fuese tu Orden.

—Fue una Guardiana de Meissa, ¿no es así?

—Así fue… hasta que se enamoró. 

—Recuerdo haberlo leído. Fue expulsada de la Orden cuando decidió casarse. 

—Así fue, aunque nos dejó una buena cantidad de dinero tras su muerte. Nunca se olvidó de nosotras —confirmó la mujer, arrastrando cada palabra como si aquella confesión le pesase en el corazón—. Hay muchas cosas de las que no me siento orgullosa. Dejarla ir fue una de ellas. 

—Disculpen.

Una voz masculina las interrumpió en francés, atrayendo su atención. Gabriela comprobó de reojo que Sidonie volvía a mostrar su melena rubia y sus ojos azules se habían vuelto castaños, tal y como habían entrado al templo.

—Vamos a cerrar ya. Por favor, diríjanse a la salida.

Gabriela asintió y le hizo una señal a la mujer. 

—Debemos irnos. 

En aquel momento, su Piedra Ámbar se calentó en su pecho, bajo su traje. La voz de Sandra resonó en su mente. 

—“Más vale que te des prisa. Tenemos compañía.”

—“¿Cuántos?”—preguntó, nerviosa, mirando a su alrededor.

—“Tres. Necesito ayuda.”

—“Enseguida subo.”

Asió a Sidonie del brazo y la llevó aparte. 

—“Los Enviados están aquí. Si me ven contigo, se imaginarán quién eres.”

—“Tranquila. Sé ocultarme. Llevo siglos haciéndolo”—respondió la Portadora, quitándose la chaqueta.

Gabriela asintió y apuró el paso en dirección a la salida, dejándola atrás. Bajó la escalinata, pero se desvió hacia la izquierda. Echó un vistazo desde la esquina hasta advertir el traje de lino beis de Sidonie aparecer por la puerta. Esta vez, su cabello lucía unos hermosos rizos pelirrojos y se había puesto la chaqueta reversible del revés, aparentando una americana en color azul marino. 

—“¿Cuánto tiempo necesitas para salir de la ciudad?” —le preguntó Gabriela mientras rodeaba el perímetro de la iglesia, cobijándose en la oscuridad de la noche y la sombra que proyectaba el edificio desde la fachada. 

—“Tardaré diez minutos en llegar a la parada de taxis. Saldré en el primer tren que haya.”

—“Mantenme informada de cada paso. No nos iremos hasta que hayas dejado París” —contestó.

—“Buena suerte.”

Gabriela ignoró la despedida y centró su atención en el edificio, oculta en el recoveco que quedaba en la unión de la iglesia con la catedral de Saint-Louis-des-Invalides. Se quitó la gabardina, dejándola tirada en una esquina, se retrasó unos pasos para tomar carrerilla y saltó, impulsándose sobre la base del edificio. Su cuerpo se elevó en el aire, y se asió sin dificultad al friso que marcaba la primera altura, a unos quince metros desde el suelo. Volvió a impulsarse sobre él para salvar el resto de la distancia hasta la balaustrada del tejado. La saltó y corrió sobre la irregular superficie de piedra, rodeando el tambor de la cúpula. 

—“¿Dónde estás?” —preguntó a su compañera. 

Casi a modo de respuesta, una figura cayó de espaldas desde la cima del tambor de la cúpula principal de la iglesia. Gabriela se detuvo en seco y se quedó mirando al Enviado, mientras él se levantaba aquejado del dolor que a buen seguro sentía en su espalda. Él apenas tardó un par de segundos en percatarse de su presencia y otros tantos en girar su espada hacia ella en una clara señal de amenaza. 

—“Sandra, necesito mis espadas.”

Gabriela saltó sobre la cubierta de la pequeña cúpula que marcaba la unión de los dos edificios y giró su cuerpo hacia atrás, virando en el aire hasta caer de pie sobre el nivel superior del tambor. Allí arriba, tanto el entrechocar de los metales como los jadeos y gritos de rabia de su compañera se hicieron más perceptibles. Según se asomó sobre el segundo nivel del tambor, se encontró inmersa de lleno en el combate. Apenas tuvo tiempo de apartarse instintivamente para esquivar el filo de una katana, que rebotó contra la esquina de la base de la columna, haciendo saltar un trozo del pan de oro que la recubría. Reaccionó con rapidez asiendo el brazo del Enviado para mantener el arma alejada de su cuerpo, propinándole una patada en la espalda.

—“¡Ya era hora!” —protestó Sandra mientras se dejaba caer al nivel inferior, lanzándole su cinturón al vuelo. 

Gabriela lo atrapó y se dejó caer tras ella casi al mismo tiempo que el segundo Enviado se reunía con su compañero. Corrió tras Sandra hacia el tejado de la catedral mientras se colocaba el cinturón, echando un vistazo de reojo a sus perseguidores.

—“Tenemos que entretenerlos un rato” —anunció.

—“Estupendo. Ya me estaba aburriendo” —contestó su compañera. 

Se detuvieron en seco cuando uno de los hombres se dejó caer sobre una de las torretas alrededor del cascarón, cortándoles el paso. Gabriela lo reconoció enseguida. Era el hombre que había caído frente a ella. 

—“Tenemos que evitar que nos rodeen” —dijo desenvainando sus espadas y saltando sobre la balaustrada que rodeaba la circunferencia de la cúpula menor. 

Sin esperar a recibir el ataque, se lanzó contra su adversario, un hombre que probablemente le sacaba unos diez años, además de ser mucho más corpulento que ella. Llevaba el pelo completamente rapado, lo que hacía que el escorpión que todos los Enviados llevaban tatuado al cuello quedase expuesto en primer plano. 

Gabriela lanzó un ataque con la derecha, que él detuvo sin dificultad, esquivando su segunda espada dirigida a su hombro, al tiempo que redirigía el combate hacia el techo de la nave de la catedral. Le siguió sin darle un respiro, utilizando la fuerza bruta de sus estocadas para aprovechar su momento y cargar sus propios contraataques. Sandra saltó junto a ella y los dos Enviados restantes la siguieron.

—¿Qué decías de evitar que nos rodeasen? —preguntó su compañera, observando a los tres Enviados y dirigiéndole una sonrisa esquiva.

—Son tres espadas. Nosotros también —contestó Gabriela, mostrando sus dos wakizashi y dedicándoles una mirada amenazante. 

—¿No serán demasiadas para ti, Guardiana? —preguntó el Enviado que estaba a su derecha, con un marcado acento ruso.

—¿Quieres comprobarlo?

—Venga, necesito una espada nueva —dijo Sandra, blandiendo su cadete alrededor de su cuerpo—. Quizá las vuestras me sirvan. 

Los Enviados respondieron a la provocación lanzando un ataque a tres bandas, al que ellas respondieron como mejor sabían. Llevaban años entrenando juntas. Desde su iniciación. Con cualquier otra Guardiana, la situación de desventaja numérica la habría puesto nerviosa. Pero con Sandra, se sentía en ventaja. Ambas eran las mejores guerreras de su generación individualmente, pero juntas se entendían a la perfección. Sabían apoyarse una en la otra y usarse como un arma más. Cuando estaban juntas no eran solo tres espadas, sino cinco. 

Los Enviados no tardaron en darse cuenta e intentaron llevar el combate a un territorio en el que les fuese más sencillo separarlas. Gabriela se dio cuenta con fastidio de que lo estaban consiguiendo, cuando Sandra se vio obligada a retrasarse hasta la base del tejado, acosada por dos de los hombres. Para cuando ella consiguió perder la estela de su Enviado el tiempo suficiente como para acudir en apoyo de su compañera, la pelea se había trasladado al interior de la cubierta. Cruzó la estrecha portezuela hacia el interior del tejado y se encontró en un largo entramado de viejas vigas de madera que formaban un túnel a varias alturas. Sandra se defendía a duras penas de los dos contrincantes, alternando los dos niveles superiores. En aquel lugar, ninguno de ellos disfrutaba de una ventaja clara. El espacio entre las vigas no era lo suficientemente amplio como poder maniobrar una espada con comodidad sin evitar que se encajonase en la madera ocasionalmente. Ellos las aventajaban en fuerza, algo que solían suplir ampliamente con una mayor agilidad y destreza pero. Aquel entramado las dejaba sin su mayor contraataque. 

Gabriela descendió la escalerilla de madera de un salto y se precipitó contra los dos. Ella tenía mejores posibilidades de un ataque más efectivo. Sus espadas eran más cortas que la de Sandra y su cuerpo también era más menudo. 

De pronto, todo se quedó a oscuras. 

El sonido de los metales se detuvo de inmediato, substituido por la tensión que provocaba la sensación de descontrol. Una pequeña luz de emergencia iluminaba una de las vigas en el nivel inferior, hacia el final. 

Tras el desconcierto inicial, Gabriela se dio cuenta de lo que había sucedido. El tercer Enviado había debido de cerrar la puerta de entrada tras él, confiando en que la oscuridad las desubicaría. No podían comunicarse de ninguna forma. Si hablaban, el sonido de su voz delataría su presencia a los Enviados. Si lo hacían mediante el hilo telepático, lo haría el brillo de sus Piedras Ámbar. Por mucho que las guardasen bajo el cuero del traje, en aquella oscuridad sería perceptible a través de la tela. 

Sin embargo, no eran las únicas que habían perdido ventaja. Ellos se enfrentaban exactamente al mismo problema. Quizá, a más de uno.

Confiada, caminó decidida hacia la luz y se dejó ver con actitud desafiante. Alzó una espada y golpeó el plástico de la bombilla, fundiendo la única fuente de iluminación de toda la estancia y dejándoles en la más absoluta penumbra. 

Desgraciadamente, no sabían demasiado sobre el entrenamiento de los Enviados. Pero sí conocía el suyo y el de sus compañeras. Ella misma se había encargado de entrenar a muchas de ellas. La Orden de Alnilam había vivido bajo tierra durante siglos, y estaban más que habituadas a desenvolverse en la oscuridad. La habían convertido en una aliada hacía mucho tiempo, obligadas por su incansable acoso.

Cerró los ojos y se movió con sigilo sobre la madera. Había sacrificado momentáneamente su ventaja, revelándoles su posición a sus enemigos, y ellos respondieron. 

El crujir de la madera a su alrededor le indicó sus posiciones. Uno a su derecha, otro en la viga superior a la izquierda, un tercero a pocos metros delante, y un cuarto a sus espaldas. Por supuesto, ellos no eran los únicos que la habían visto. También Sandra. A su izquierda, el bailoteo de unas uñas sobre la superficie de madera la hizo esbozar una imperceptible sonrisa. Ya sabía de qué lado no tendría que preocuparse. 

Se mantuvo alerta, esperando a que cualquier crujido en la madera le indicase de dónde vendría el ataque. Alzó su pierna para detener la patada que le llegaba desde su espalda, cruzando su espada izquierda a tiempo para detener el ataque frontal del segundo. Escuchó el viento a su izquierda y uno de los Enviados gimió antes de que su cuerpo cayese contra la piedra caliza de la pared con un golpe sordo, impulsado por su compañera. Una vez que el combate se abrió, el entrechocar de las hojas del metal, los quejidos de la madera bajo sus pies y el olor que desprendía el cuero de los trajes trazó un mapa sensorial que utilizaron lo mejor que pudieron para mantener el control de la situación. Como había imaginado, pronto se hizo obvio que ellos tampoco se sentían cómodos en aquellas condiciones. Percibieron el brillo azul de sus piedras intercambiando órdenes hasta que la puerta volvió a abrirse. Gabriela aprovechó la luz para lanzar una patada a la muñeca de su contrincante. Aunque no consiguió desarmarle, la fuerza de su golpe hizo que el metal de la hoja se quedase incrustado en una de las vigas. Con la rapidez de un rayo, blandió su espada derecha y la detuvo ante el cuello del Enviado. Dedicándole una mirada de advertencia, paseó su filo por la barba mal recortada de su pescuezo y arqueó una ceja inquisitivamente. 

Él bufó, frustrado, pero soltó el arma, que se quedó clavada en la viga, retrasándose hacia la salida tras sus dos compañeros. 

—“Sidonie, ¿has llegado a la estación?” —preguntó en el hilo con la Portadora mientras Sandra desincrustaba la katana del Enviado.  

—“Estoy en el tren. Saliendo de la estación.”

Respiró, aliviada, mientras regresaban al fresco de la noche sobre los tejados. 

—¿Los seguimos? —preguntó Sandra, apuntando a las siluetas de los Enviados, que descendían por los contrafuertes de la catedral.

—No. No es necesario —respondió, envainando sus espadas a su espalda—. Llamaré a Barcelona para que los controlen por las cámaras. ¿Estás herida? —preguntó advirtiendo un par de gotas de sangre que goteaban de uno de los brazos de su compañera. 

Sandra alzó el brazo y le mostró el interior de su bíceps, donde el filo de la espada había abierto un pequeño tajo en el cuero.

—Es solo un rasguño —contestó la Guardiana.

Gabriela lo observó con el ceño fruncido.

—De todas formas, será mejor desinfectarlo cuanto antes —le dijo mientras cogía su teléfono móvil. Pulsó el uno en su marcación rápida y la contestación no tardó en llegar. No se alargó en la llamada. Lo suficiente como para dar las órdenes pertinentes. Quería regresar a Barcelona cuanto antes. Sin embargo, las Guardianas de la base también tenían noticias para ella. 

—¿Todo bien? —preguntó Sandra observando su expresión. 

Asintió y le dedicó una sonrisa. 

— Una de las Piedras Ámbar está brillando —anunció. 

Sandra envainó su espada y suspiró.

—Parece que tenemos una nueva elegida a la que entrenar.…

 

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