

GABRIELA
Febrero de 1995
El sol de invierno comenzó a ponerse sobre el oeste de la Barcelona. La ciudad se tiñó de un tono dorado que contrastaba con el azul del cielo, engañando al ojo con una falsa sensación de calidez veraniega que el fresco del día se encargaba de desmentir. Gabriela llevaba varias horas sentada sobre una enorme roca en la ladera del Parc del Turó de la Peira, con la mirada perdida sobre los tejados. Cerró la cremallera de su chaqueta y abrazó sus rodillas para permitir que su propio cuerpo mantuviese el calor.
Desde allí arriba podía ver la parte superior de su instituto. Solo le quedaban unos meses para terminar el COU, antes de enfrentarse al examen de Selectividad para ir a la Universidad. Algo relativamente normal para una chica de su edad, con la particularidad de ella que iba un poco más adelantada que el resto. Debería estar cursando todavía tercero de BUP, pero su alto nivel en ciencias había hecho que sus profesores la adelantasen de curso al terminar la EGB.
El mundo de la biología la apasionaba. Especialmente la química. La había fascinado desde que solo era una niña, así que, aunque no sabía exactamente qué especialidad escogería, tenía muy claro que iría a la Universidad y se convertiría en bióloga, para orgullo de su familia.
Gabriela siempre había sido una hija que los amigos de sus padres no se cansaban de alabar. No solo era brillante en sus estudios. Además de eso, era una muchacha educada y trabajadora. Había empezado a ayudar en el bar de su tío César durante los fines de semana, lo que le había permitido ahorrar dinero con idea de ayudar a costear los pocos gastos que no cubriesen sus futuras becas a la hora de ir a la Universidad. Aun siendo hija única, se había criado con sus primos, a los que había cuidado infinidad de veces como si fuese su hermana mayor, por lo que nunca había sido una niña mimada, a pesar de que tanto sus padres como sus tíos la adoraban.
Ella lo sabía. La habían educado con normas y reglas que algunos de sus compañeros podrían haber tachado de estrictas, pero jamás le había faltado el cariño de su familia, y ella también se sentía muy unida a ellos. Precisamente por eso, el último mes había sido un auténtico infierno para ella. No estaba acostumbrada a mentirles. O al menos, nunca lo había hecho en lo que importaba. Pero desde la noche de su decimosexto cumpleaños había tenido que inventar una mentira tras otra para ocultarles algo que había cambiado no solo su día a día por completo, sino también su futuro.
Todavía recordaba la emoción que había sentido aquella pasada Nochevieja. Era la primera vez que sus padres le permitían salir con sus amigas por la noche. Como cualquier adolescente de su edad, se había pasado meses pensando en el vestido que se iba a poner y en cómo se iba a arreglar para despedir el año. Además de ser su primera fiesta de Nochevieja sin sus padres, había tenido un motivo muy personal para estar especialmente ansiosa. Junto con las compañeras que la habían invitado a acompañarlas a la fiesta privada que se celebraba en una discoteca de la ciudad, también asistiría Marc, un chico de su clase que le había gustado desde que había empezado el curso.
Gabriela no era la chica más popular de la clase y, en secreto, siempre había pensado que no encajaba del todo con sus compañeros, especialmente al ser un año menor que el resto. Ser la pequeña de su promoción y, aun así, la que mejores notas sacaba, la convertía en un objetivo fácil para todo tipo de burlas y motes que pretendían ser ingeniosos. Pero a pesar de ello, había sabido ignorar las estupideces, camuflarse y mantener buena relación con la mayoría. Marc, sin embargo, era distinto a los demás. No era el típico chico que presumía de sus vaciles a los profesores y se chuleaba delante de las chicas. A pesar de ser un chico guapo por el que muchas de sus compañeras suspiraban, era responsable y respetuoso, cualidades que a ella le llamaban tanto la atención como su cuerpo atlético debido a las horas de entrenamiento en natación. Desde que había empezado el curso, apenas habían cruzado más que el saludo, pero ambos se habían sorprendido mirándose de reojo mutuamente en muchas ocasiones. Sin embargo, antes de que comenzasen las vacaciones de Navidad, él se había acercado a ella para decirle que esperaba poder verla en la fiesta de Nochevieja, motivo suficiente para que Gabriela apenas pudiese pensar en otra cosa durante sus vacaciones.
Cuando el día por fin había llegado, Gabriela había decidido tirar la casa por la ventana y gastar parte de sus ahorros para ir a la peluquería a que le hiciesen un recogido espectacular y la maquillasen.
—¿Es la primera vez que sales en Nochevieja? —le había preguntado la peluquera, tras lavarle el pelo y sentarla en el sillón, frente al espejo.
—Sí, es mi primer año.
—¿Y qué te gustaría hacerte?
—Me gustaría hacerme un recogido un poco despeinado, pero no demasiado moderno —le había dicho, mientras la peluquera recogía su melena con ambas manos y tanteaba el estilo.
—Ah, ya veo, ¡quieres lucir tu tatuaje! —exclamó la peluquera.
—¿Mi tatuaje?
—¿Qué es? ¿Un sol?
—¿A qué te refieres?
—El tatuaje que tienes en el cuello. Está bastante clarito. ¿Todavía te lo tienen que repasar?
Gabriela se había quedado a cuadros. Por supuesto, ella no se había hecho ningún tatuaje. Su padre jamás permitiría semejante cosa. En aquel momento, la peluquera se disculpó para atender una llamada telefónica. Desconcertada, cogió uno de los espejos de mano del estante y se lo colocó a su espalda, mirándose al espejo. Efectivamente, tal y como había dicho la mujer, la parte baja de su cuello presentaba una marca en tinta que tenía todo el aspecto de un tatuaje. Anonadada, se pasó la mano por la superficie con brío, pero comprobó con horror que no era pintura. Para cuando la mujer regresó a atenderla, su sesión de belleza se había convertido en su última preocupación.
—¿Entonces? ¿Te parece si te hago un moño alto?
—Lo lamento, pero, creo que voy a tener que dejar la cita a medias —improvisó mientras se levantaba del sillón, nerviosa—. Acabo de recordar que tengo una emergencia familiar. Tengo que irme.
Aquella había sido la primera mentira. Después de esa, había mentido a sus padres, diciéndoles que no se encontraba bien y que había decidido no salir aquella noche de fiesta. No les había hablado del tatuaje con la esperanza de que aquello no fuese más que una mala jugada de su imaginación debido al estrés y al día siguiente su cuello volviese a estar tan limpio y vacío como de costumbre. Pero el tatuaje no había desaparecido con el inicio del año. Al contrario, cada día se había vuelto más nítido y definido. Afortunadamente, era enero y el clima frío justificaba sus jerséis de cuello alto. Para cuando había llegado su cumpleaños, el día de Reyes, la cantidad de cosas extrañas que le habían sucedido y la pesadilla que llevaba semanas repitiéndose cada noche estaban a punto de volverla loca.
Pero aquella noche todo había cambiado para ella. La noche de su cumpleaños había descubierto una realidad paralela a la de los habitantes de la ciudad de la que ella, al parecer, había sido escogida para formar parte. Sin embargo, aquel privilegio venía acompañado de un gran secretismo y, por tanto, de un alto precio que a ella le estaba costando pagar.
Desde aquella noche, Gabriela había vivido una doble vida. Por la mañana asistía al instituto como había hecho cada día, pero por las tardes, cogía el metro hasta la Plaça del’ Angel y descendía hasta los subterráneos de la ciudad para formarse como futura Guardiana de Alnilam, la Orden para la que había sido elegida.
Justificar las horas que pasaba allí sin dar información real sobre su paradero no había sido fácil. Por sugerencia de Gloria, su entrenadora y líder de la Orden, había dicho a sus padres que se había unido a un club de deporte en el centro al que asistía varias veces a la semana, además de reunirse con algunas de las chicas que lo integraban también los fines de semana. Aquella excusa también le valdría para explicar los cambios que, inevitablemente, se producirían en su cuerpo en los próximos meses debido al estricto entrenamiento al que Gloria y Araceli la sometían. Sus padres incluso habían conocido a una de sus compañeras de preparación, Sandra. Ambas eran una rareza dentro de la Orden de Alnilam. La mayoría de las elegidas para convertirse en Guardianas eran chicas que se habían criado huérfanas y, por lo tanto, sin ataduras familiares. Sandra y ella, sin embargo, sí tenían unos padres junto a los que debían regresar a casa cada día, por lo que ambas se apoyaban mutuamente para poder continuar con la farsa.
Pero Gabriela ya no aguantaba más. Engañar a sus padres se le estaba haciendo muy cuesta arriba y era más que consciente de que las dificultades no habían hecho más que empezar. Cuando el calor llegase lo tendría mucho más difícil para ocultar tanto el tatuaje que se había convertido en su marca de identificación, como los moretones que empezaban a ser habituales en su cuerpo y que, algún día, vendrían acompañados de cortes ocasionales debido a los filos de la espada. Entonces el teatro tendría que ser cada vez más elaborado, las excusas más refinadas y pulidas. Por más vueltas que le daba, no se veía capaz de continuar con aquello.
Aquella tarde, la presión la había llevado a cambiar de rumbo a la salida del instituto. En vez de dirigirse a la parada del metro, sus pies la habían llevado hasta aquel parque, donde había encontrado un rincón para estar a solas con su música y sus pensamientos.
En aquel momento, en su discman sonaba Nutshell. Aunque aquel no era uno de sus temas favoritos de Alice in Chains, en aquel momento su letra y su melodía le parecieron una banda sonora perfecta para su estado de ánimo.
Sintió un calor repentino bajo su jersey y se llevó la mano al pecho instintivamente, sintiendo la dureza de su Piedra Ámbar bajo ella. Liberó su mente como Gloria le había enseñado y escuchó la voz de la mujer en su cabeza.
—“Gabriela, ¿dónde estás? Creí que vendrías hoy al entrenamiento.”
Su voz la sacó de su ensimismamiento, devolviéndola a su extraña realidad.
—“Me ha surgido algo después del instituto” —mintió. De nuevo, otra mentira. Ahora incluso las inventaba para su Orden. Se iba a volver toda una experta.
—“Imagino que ahora ya es tarde para que te pases, ¿no?”
Observó el horizonte. Aunque todavía había luz, el sol ya se había perdido detrás de las montañas. Pronto se haría de noche. Decidida, se levantó con la seguridad de saber que no quería volver a acostarse otro día más en su cama, sintiéndose como una farsante.
—“No es tarde” —dijo, dispuesta a acabar con aquello—. “En realidad, necesito hablar contigo. Cogeré el metro y estaré ahí en cuánto pueda. ¿Estarás en el Refugio?”
—“Claro. Aquí te espero.”
Descendió hasta el Carrer de Cornudella y echó a caminar hasta la parada de metro de Llucmajor. La estación la recibió con el calor habitual, haciéndole quitarse la chaqueta por instinto. Apenas había un par de personas en la parada, que entraron en otros vagones cuando el tren llegó a la estación y se abrieron las puertas. Se sentó en uno de los asientos y se quitó el fular que llevaba alrededor del cuello, perdida en sus pensamientos. Mientras avanzaban hacia el centro, su cuerpo se sumía en una desagradable pesadez, drenándola de su energía y sus ganas. Sabía lo que tenía que hacer, pero no era sencillo. En aquel mes, ella había cambiado. Su cuerpo había cambiado. Podía hacer cosas que jamás había imaginado. Había conocido a otras mujeres como ella a las que las unía algo que ninguna otra persona comprendería. Y ese lazo se fortalecía muy deprisa. En tan solo un mes se había llegado a sentir más cómoda entre las Guardianas de su Orden que entre sus compañeros de instituto en los últimos años. Estaba a punto de renunciar a todo eso y no era fácil. Pero no se veía capaz de continuar adelante. Devolvería su Piedra y dejaría todo aquello atrás, regresando a su vida normal y a su futuro como científica.
El tren se fue llenando a medida que se acercaban al centro. Para cuando se aproximaban a la parada de Verdaguer, los vagones estaban tan llenos que los viajeros se amontonaban de pie alrededor de las barras. La deceleración del tren provocó que la gente perdiera el equilibrio y Gabriela recibió un pisotón accidental, sacándola del ensimismamiento en el que estaba metida. Volvió a la cotidiana realidad que la rodeaba y se levantó, cediendo su puesto a una señora anciana que tenía dificultades para encontrar dónde agarrarse.
Entre la calefacción y el calor que despedían los cuerpos, la temperatura en el vagón empezó a hacerse insoportable. Observó las cuatro paradas que le quedaban para su destino con ansiedad en el panel del trayecto que había sobre la puerta.
—Bonito tatuaje.
Sorprendida por la voz que había hablado a su espalda, se dio la vuelta para ver a un chico de su edad, que le sonreía con confianza.
—¿Qué? —balbuceó.
—Me gusta tu tatuaje. ¿Qué es?
Gabriela se maldijo interiormente por su dejadez. Había estado tan perdida en sus pensamientos que se había olvidado por completo de mantener su marca cubierta.
—Es un sol. Todavía está sin terminar —Improvisó, nerviosa, dándole la espalda de nuevo al joven y deshaciendo su coleta para que su cabello ocultase el dibujo en su cuello.
Lo último que le apetecía ahora era empezar flirteo alguno, y mucho menos alrededor de su tatuaje.
Sus ojos se perdieron en su propio reflejo, que la ventana del vagón le devolvía a modo de espejo. Casi por accidente, su mirada se detuvo en una de las personas que viajaban en el vagón, unos metros a su derecha. Era un hombre corpulento, de unos treinta años, con el pelo completamente rapado y una chaqueta en color negro. En el reflejo de la ventana, Gabriela advirtió que su mirada estaba fija en ella. Permaneció un rato sin quitarle los ojos de encima, hasta que le vio hacerle una señal a otro que parecía acompañarle, y que llevaba su melena castaña recogida en una coleta alta. Su compañero se volvió hacia ella y su nerviosismo creció. El tren se detuvo en la parada de Girona y los viajeros se reubicaron a medida que algunos abandonaban el vagón para dar paso a los que subían. Gabriela intentó escabullirse y alejarse de los dos hombres, pero cuando las puertas se cerraron, comprobó en el reflejo que ellos también se habían movido en la misma dirección que ella, por lo que apenas había conseguido dejar más espacio. El calvo se giró para dejar pasar a una mujer que quería levantarse, exponiendo su cuello completamente al reflejo del cristal. Las manos de Gabriela comenzaron a sudar al advertir el tatuaje que tenía en su cuello. Aunque no podía distinguirlo con nitidez, estaba casi segura de que era un escorpión. Cada vez tenía menos dudas. Aquellos hombres eran Enviados. Y lo que era peor, tenía la certeza de que habían visto su marca y la habían reconocido.
Hasta ahora, los Enviados para ella habían sido poco más que una leyenda urbana de la que había escuchado hablar en el último mes. Pero un instinto enraizado en lo más profundo de su ser, enredado con la esencia de la Piedra Ámbar que colgaba de su cuello bajo su jersey, le decía que no se equivocaba.
Atemorizada, buscó el hilo con la líder de su Orden.
—“Gloria, ¡necesito ayuda!”
—“¿Qué ocurre, Gabriela?”
—“Estoy bastante segura de que hay dos Enviados en el vagón en el que viajo. Podría haber más, no lo sé. No me atrevo a mirar. ¡Creo que han visto mi tatuaje!”
—“¿¡Qué!? Dime dónde estás.”
—“En la línea 4, llegando a Passeig de Gracia”
—“¿Hay mucha gente en el metro?”
—“Sí, está lleno.”
—“Tranquila, no se atreverán a atacarte con tanta gente alrededor, pero no quiero traerlos demasiado cerca del Refugio. Bájate en Urquinaona. Hay suficiente gente como para que puedas intentar escabullirte. Nosotras saldremos para allá de inmediato.”
Los escasos minutos que transcurrieron hasta que el tren comenzó a reducir la velocidad en la siguiente parada se le hicieron interminables. No le quitaba los ojos de encima a los hombres a través del reflejo, ya que no se atrevía a girarse y enfrentarse a ellos directamente, pues todavía tenía la esperanza de que no hubiesen visto bien su cara. A medida que el tren deceleraba, Gabriela intentó abrirse camino entre la gente para llegar a las puertas, sin dejar de mirar de reojo en el reflejo del cristal. Vio que uno de los hombres se dirigía a la otra puerta mientras el calvo empujaba a los viajeros en su dirección.
—“¿Ya has bajado del tren?” —preguntó Gloria en su cabeza, utilizando su hilo telepático.
—“No. Estamos llegando a la parada. ¡Me están siguiendo, Gloria!” —gimió, nerviosa.
—“¿Crees que saben que los has visto?”
—“No lo sé. No me he girado hacia ellos ni los he mirado en ningún momento. Creo que no me han visto la cara” —contestó.
—“Bien. Intenta tranquilizarte. Los nervios no te ayudarán en nada y si te notan intranquila pueden darse cuenta de que los has advertido y volverse más agresivos. Estamos de camino.”
Gabriela intentó guardar la compostura y aparentar normalidad. El tren se detuvo y se apresuró a pulsar el botón de apertura. En cuánto la puerta se abrió, salió del vagón y echó a caminar en la dirección contraria al segundo Enviado. Desafortunadamente, ahora no tenía el reflejo del cristal como referencia, por lo que no podía saber a qué distancia la seguían sin girarse. Caminó con paso ágil entre la marabunta de gente que había descendido del tren en dirección a la salida de la estación de metro, debatiéndose entre el deseo por proteger su identidad y la tentación de volver la mirada atrás. Salió al exterior y se puso la chaqueta rápidamente. Se echó el fular sobre el cabello y se cubrió parte de la cara, esperando que, tal vez, aquel pequeño cambio de apariencia pudiese ayudarla a ocultarse y hacer que le perdiesen la pista. Caminó hacia el oeste en dirección a Plaça de Catalunya, con la esperanza de que un espacio abierto y tan central como aquel les disuadiese de atacarla. A medio camino de la Ronda de Sant Pere, se detuvo ante la marquesina de una parada de autobús, aparentando mirar el anuncio con atención. Se esforzó por distinguir algo en el cristal. Ya era de noche y no era sencillo, pero afortunadamente había una farola justo al lado y su luz ayudaba a producir una imagen reflejada. No tardó en ver a los dos hombres, que se detuvieron momentáneamente al verla de pie en la parada. Los observó con un nudo en la garganta, sin saber qué debería hacer. No quería acercarlos al Refugio, pero tampoco quería alejarse demasiado, o Gloria tardaría todavía más en llegar. Quizá si simplemente se quedase allí, en la parada de autobús, fingiendo que iba a tomarlo hasta que llegasen los refuerzos…
Su plan se vio truncado cuando los Enviados decidieron por ella. En el reflejo de la marquesina vio al calvo adelantarse y sacar algo de debajo de su abrigo. Gabriela enfocó los ojos para intentar distinguir lo que era. Su alivio inicial al descartar una espada debido a su pequeño tamaño se tornó en horror al percatarse de que se trataba de una jeringuilla.
Sin perder tiempo, echó a correr desatando alguna exclamación de sorpresa en las personas que esperaban en la parada. Algo asió la manga de su chaqueta y se escurrió del agarre dejando la prenda atrás, que cayó al suelo junto a su mochila. Se precipitó al interior de El Corte Inglés justo cuando un hombre salía por la puerta más cercana. Corrió hacia las escaleras y se permitió volver la mirada atrás, asegurándose de cubrir su rostro con el fular. Los hombres la encararon con una expresión que no dejó lugar a dudas. Los vigilantes y las cámaras del centro comercial los habían hecho reducir el ritmo, pero la seguían, y estaba claro que no tenían pensado dejarla escapar tan fácilmente.
—“¿Dónde estás?”
—“En el Corte Inglés. ¡Casi me cogen, Gloria! ¡Tienen una jeringuilla!”
Su voz temblaba, incapaz de ocultar la fina línea que la separaba del pánico más absoluto.
—“Mantén la calma. Has hecho bien al meterte ahí. Intenta darles esquinazo y subir a la terraza. Vamos para allá.”
Continuó ascendiendo niveles hasta llegar a la sección de Hogar. Al llegar a la cima de las escaleras, giró como si fuese a continuar hacia el siguiente nivel, pero cambió de rumbo y se escurrió rápidamente entre las hileras de electrodomésticos. Se agachó y corrió por los pasillos hasta llegar a la zona de los frigoríficos. Se aventuró a echar un vistazo entre ellos y vio la silueta de los dos Enviados de espaldas. Se habían detenido en la planta y miraban en derredor. El calvo se dirigió hacia las escaleras en dirección al nivel superior, pero el otro comenzó a deambular por la planta. Al menos ahora tendría que preocuparse solo por darle esquinazo a uno de ellos, pensó obligándose a ser positiva. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que, en realidad, su situación se acababa de complicar. No podía utilizar ni las escaleras ni el ascensor. Aunque consiguiese perder de vista al Enviado que todavía la seguía de cerca, se arriesgaba a que el otro le tuviese una emboscada preparada para recibirla nada más asomase por la planta. Si quería subir hacia la azotea, tendría que hacerlo de otra forma.
Se escabulló entre los electrodomésticos para mantenerse fuera del campo de visión del Enviado, quedando acuclillada entre hileras de lavadoras y secadoras. Echó un vistazo al resto de la planta, hasta localizar la pared del fondo, opuesta a la fachada principal del edificio. Vio un pasillo ancho que parecía desconectado con el resto de la estancia, en el que presumiblemente se encontrarían oficinas, ascensores, lavabos y otro tipo de cuartos de apoyo logístico. Sin perder de vista al Enviado, echó a correr agachada en aquella dirección. Esperó a que él se girase hacia el lado contrario para levantarse y cubrir la última parte del tramo a toda velocidad. Pasó de largo de los ascensores y los aseos e intentó abrir la siguiente puerta, que encontró cerrada. Sin perder tiempo, continuó hasta que una de las puertas se abrió sin dificultad. Al otro lado se encontró en una especie de vestíbulo al que parecían dar varias estancias a derecha e izquierda. Desde el otro lado le llegaban voces de gente hablando por teléfono o entre ellos. No podía quedarse allí. Si alguien salía de cualquiera de las oficinas y la veían, tendría problemas. El pasillo izquierdo parecía en silencio, por lo que se dirigió hacia él. Al fondo vio una puerta de metal, de mayor tamaño que las demás, sobre la que había una luz de emergencia. Debía de ser una salida de incendios, por lo que debería estar abierta, así que se dirigió hacia ella sin dudarlo. La abrió y el cambio de temperatura al otro lado le produjo un escalofrío. El pasillo estaba a oscuras, desnudo de ornamentación alguna. Caminó por él hasta otra puerta de metal. Sintió el aire de la noche en su cara y se encontró en una terraza sobre la que se apilaban cajas, en la parte trasera del centro comercial. Echó un vistazo a la fachada trasera. Aquel lugar era un entramado laberíntico de hormigón, tubos y ventiladores de climatización que se mezclaban en terrazas a varias alturas. Sopesó sus posibilidades y se acercó a la pared desde la que se intuía una azotea a un par de plantas de altura sobre ella. Inspiró profundamente y echó a correr en su dirección. Tomó impulso sobre una de las cajas y saltó hasta quedar en cuclillas sobre el repecho de hormigón. Volvió a saltar para encaramarse a la siguiente altura. Tenía que reconocer que echaría de menos aquella habilidad que le confería su Piedra Ámbar y que le permitía conocer un lado secreto de su propia ciudad. Dejó atrás un tejado lleno de salidas de ventilación para ascender hasta el último nivel.
—“Estoy en la cima” —dijo en el hilo con Gloria.
—“Te veo.”
Instintivamente, Gabriela se giró para buscarla. Sintiendo un enorme alivio, distinguió su silueta y la de otras dos Guardianas, recortadas contra la oscuridad de la noche en la cima del edificio de Telefónica, al otro lado del Carrer de Fontanella.
Su tranquilidad se hizo pedazos cuando una cuarta figura emergió de entre las sombras, mucho más cercana a ella. A pesar de la noche, las luces de la Plaça de Catalunya eran suficientes para que advirtiese la forma masculina de su cuerpo, sus ropas negras y su pelo rubio. Era un Enviado. Y lo que era peor, su rostro no coincidía con ninguno de los dos que la habían seguido hasta allí, lo que significaba que, al menos, había tres. Gabriela se quedó petrificada por un instante, hasta que él se precipitó hacia ella, salvando casi el total de la distancia que los separaba de un solo salto y haciéndola reaccionar. Se dejó caer hasta el tejado de los ventiladores desde el que acababa de subir. Estaba tan nerviosa que tropezó y cayó al suelo. Él aterrizó frente a ella sin dificultad.
—¿A dónde vas con tanta prisa, mocosa? —dijo el hombre en un español con acento ruso.
Él adelantó su mano y Gabriela se apartó a tiempo para que sus dedos se cerrasen únicamente sobre el fular que todavía ocultaba la mitad de su rostro. Retrocedió en una voltereta que aprovechó para impulsarse, dejando el chal en la mano del hombre. Lo escuchó maldecir a su espalda antes de que un inconfundible sonido metálico provocase que su corazón se detuviese por un instante. Hasta hacía un mes, aquel sonido no habría significado nada para ella, pero por desgracia empezaba a saber cuándo una espada acababa de salir de su vaina.
—¿No os parece un poco cobarde perseguir a una muchacha indefensa?
La voz de Gloria reactivó los latidos bajo su pecho y la hizo detenerse. Se escabulló entre un par de hileras de ventiladores y echó un vistazo. Las tres Guardianas enfrentaban al Enviado desde el nivel superior, vestidas con sus trajes de cuero, que protegían sus cuerpos desde el cuello hasta el final de cada extremidad. Además de su líder, Gabriela reconoció a Alba y Patricia.
—No será tan indefensa dentro de un par de años —contestó él, desafiante.
—Eso puedo asegurártelo. La próxima vez que te encuentres con ella, no lo tendrás tan fácil —contestó Gloria.
Gabriela sintió una punzada de culpabilidad por estar a punto de hacer que Gloria faltase a aquella promesa.
—Eso lo veremos.
Una segunda voz masculina se unió a la conversación desde un nivel inferior. Gabriela vio con horror que los otros dos Enviados que la habían perseguido hasta el interior del centro comercial acababan de unirse a su compañero y desenvainaban sus espadas.
Las Guardianas les respondieron con el mismo gesto y descendieron a su nivel, mostrándoles el acero de sus armas.
A pesar de la gravedad del momento, Gabriela no pudo evitar observar la escena con cierta curiosidad, condimentada con miedo lógico que sentía. Nunca había visto luchar a una Guardiana en un combate de verdad. Las había visto hacer alguna demostración, pero era la primera vez que vería en directo el momento para el que las entrenaban. Algo que hasta ahora le había parecido casi un mito y que, aquella noche, se había tornado en una realidad muy poco deseable.
La azotea sobre la que se extendía la enorme parrilla de ventiladores se convirtió en el escenario de una batalla en la que el sonido de las espadas se mezcló con la fuerza del viento movido por los aparatos eléctricos.
—“¡Gabriela, vete!” —ordenó Gloria en su mente—. “Espéranos en el Refugio.”
—“¿Y si hay más Enviados?” —gimió.
Estar allí la asustaba, pero la idea de echar a correr y meterse de cabeza en una emboscada la horrorizaba todavía más. Vio a Gloria chasquear la lengua con impaciencia, mientras frenaba una estocada de su contrincante y usaba el momento del golpe para redirigir el ataque. Las Piedras Ámbar de Gloria y Alba se iluminaron y Gabriela intuyó que le había dado una orden a su compañera, que abandonó la lucha dejando a su líder enfrentarse sola a ambos Enviados y echó a correr en su dirección.
—¡Vamos! —le gritó Alba, agarrándola y tirando de ella para ponerla en pie.
Gabriela mantuvo el equilibrio a duras penas y corrió asida a su mano, saltando al nivel inferior de la azotea. Descendieron para volver a impulsarse a lo alto de los que daban a la calle de Fontanella y aceleraron para cruzar de un salto al otro lado. Gabriela volvió la vista y vio las siluetas de Gloria y Patricia entremezclarse con las de los tres Enviados, cada vez más pequeñas y difuminadas en la oscuridad de la noche.
—¡No mires atrás, Gabriela! —la increpó su compañera, dando un tirón a su brazo.
Cruzaron azoteas a toda velocidad hacia el sureste, con la única conversación de sus jadeos, hasta que llegaron a las inmediaciones de la Plaça de Sant Jaume. Araceli las esperaba con su traje de misión, subida al parapeto en la terraza de un edificio al oeste de la plaza. Alba aminoró la marcha y al fin, se detuvieron junto a la veterana Guardiana.
—Lleva a Gabriela al Refugio —le pidió Alba—. Yo tengo que regresar. Parece que Gloria y Patricia están en apuros. ¿No hay más Guardianas que puedan venir?
—Safiya y Marta todavía no han salido de sus trabajos. Podríamos ir Elena y yo, pero Gloria se ha negado. Con Albana en el Refugio, no quiere sacarnos a todas. Si solo eran tres, no deberían presentar demasiado problema para ella.
—Solo eran tres, pero eran buenos, Ara. Se han puesto las pilas en los últimos años. Espero que Gloria no se haya confiado demasiado —observó Alba antes de salvar una vez más la distancia entre las azoteas que delimitaban la calle, de vuelta hacia la Plaça de Catalunya.
—Vamos, Gabriela.
Araceli le hizo una señal para que la siguiese, y ambas recorrieron juntas los trescientos metros hasta el edificio antiguo que se erigía sobre una de las entradas al Refugio.
Descendieron al balcón de la cuarta planta y empujaron la puerta para entrar al interior, completamente abandonado y en estado de deterioro. Cuando por fin atravesaron la trampilla del sótano que ocultaba la entrada a la base y Ara introdujo su Piedra Ámbar para abrir, Gabriela sintió alivio. Los Enviados llevaban cientos de años intentando dar con aquel lugar, y jamás habían logrado hacerlo. Para ellas, no había lugar más seguro, aunque cada vez que había un enfrentamiento con un Enviado corrían el riesgo de que atrapasen a una de ellas y consiguiesen entrar en su mente. Sin duda, era lo que pretendían con ella. Gabriela no era más que una simple Iniciada. Su preparación, tanto física como psíquica, era todavía débil e insuficiente para poder hacerles frente.
Las imponentes columnas de la antesala aparecieron al final del túnel. Sandra llegó corriendo de detrás de una de las estatuas que se alzaban entre ellas, mirándola alarmada.
—¡Gabi! ¡¿Estás bien?!
Sin poder aguantar más la presión, Gabriela se abrazó a su compañera de Iniciación y se echó a llorar. Había hecho un esfuerzo tremendo para controlar sus nervios, pero ahora que el miedo a que la atrapasen había quedado atrás, su cuerpo necesitaba liberarse de toda aquella adrenalina, que además se mezclaba con la incertidumbre por lo que estaría sucediendo en aquel momento.
Elena salió de la sala de control con la palidez de su rostro anunciando malas noticias.
—¡Han herido a Gloria! —dijo, dirigiéndose a Ara.
—¡¿Qué?! ¿Es grave?
—Parece ser que un par de Enviados también han salido heridos. Lo suficiente como para desistir. Pero Gloria tiene una herida en la pierna y no puede apoyarla.
Gabriela las miraba con los ojos encharcados.
—¡Es mi culpa! —gimió, apartándose de Sandra y cubriéndose los ojos con las manos—. ¡La han herido por mi culpa!
— Gabriela, no digas tonterías —la recriminó Elena.
—¡No son tonterías! Si no hubiese venido a ayudarme, no la habrían herido… ¡Es mi culpa!
— ¡Pues claro que fue a ayudarte! Es nuestro trabajo —insistió Ara.
Pero ella no atendía a razones. Su cuerpo entero temblaba, abrumado por la forma en la que aquella tarde se había complicado. Sacudió la cabeza entre sollozos y subió las escaleras a toda prisa, dejando a sus compañeras atrás. Corrió por el pasillo del ala izquierda hasta la gran biblioteca del Refugio, su lugar favorito. Cerró la puerta tras ella y se dejó caer en un rincón entre dos altas librerías, dando rienda suelta a su llanto. Estaba tan sumida en su propio desamparo que no reparó en que no estaba sola en la sala, hasta que una voz anciana la sacó de su soledad.
—La primera vez siempre es aterradora.
Levantó la mirada y se encontró con la anciana figura de Albana, la Portadora de su Orden. Su presencia siempre resultaba imponente. Sus arrugas la pintaban como una mujer de avanzada edad, aunque ágil y completamente cabal. Sin embargo, ni siquiera se aproximaban a la realidad de los más de quinientos años que llevaba caminando por la faz de la tierra.
—El miedo es, junto con el amor, el sentimiento más natural del mundo —dijo la anciana, erguida frente a ella—. Ambos pueden provocar guerras y hacer que abandonemos toda razón. La diferencia es que, con el debido entrenamiento, a uno de ellos podemos aprender a entenderlo y controlarlo. El otro, en cambio, no podemos. El amor es diferente —le dijo con una mirada enigmática—. No importa cuánto lo intentemos. No puedes entrenarte contra él.
Gabriela bajó la cabeza, con un sentimiento de vergüenza que no podía evitar, abrumada por la sabiduría que exudaba su Portadora.
—Gloria está herida por mi culpa… —dijo en un hilo de voz.
—A Gloria la hirió la espada de un Enviado, no la tuya —replicó Albana—. ¿Por qué iba a ser tu culpa?
—Si yo hubiese venido al Refugio después del instituto, como estaba planeado… Fui descuidada y dejé que viesen mi tatuaje… —sollozó.
—¿No creerás que eres la primera Guardiana a la que le pasa eso? —preguntó. Pero Gabriela permaneció en silencio. Sus palabras, aunque no estuviesen exentas de verdad, no conseguían aligerar la pesadez que ella sentía—. Hay algo más que te preocupa. ¿Por qué no viniste después del instituto, Gabriela?
Apretó los ojos y exhaló.
—Necesitaba pensar para tomar una decisión… —confesó.
—¿Y la has tomado? —preguntó. Gabriela asintió—. Has decidido dejar la Orden.
Las lágrimas volvieron a inundar sus ojos.
—Creí que no sería capaz de seguir engañando a mi familia…
—Las elegidas que tenéis un padre y una madre esperándoos ahí afuera siempre lo tenéis más difícil. Vuestro sacrificio es el doble de valioso —dijo Albana—. Después de lo que acaba de suceder, ¿has comprendido por qué les mientes?
Gabriela asintió sin poder controlar el llanto.
—Sabes que, aunque dejes la Orden, ese tatuaje que llevas al cuello no desaparecerá, pero si devuelves tu Piedra, no podrás utilizar tus poderes ni seguir el entrenamiento que te permitirá defenderte a ti o a tu familia en caso de necesitarlo…
La miró con ojos acuosos.
—Siento que le estoy fallando a todos —musitó.
—Tienes dieciséis años, Gabriela. Aunque no recuerdo cómo era tener esa edad, he visto a muchas de vosotras crecer. El dramatismo propio de la adolescencia ya no me sorprende —le dijo con una sonrisa condescendiente.
—¿Qué pasará ahora con Gloria? Si está herida no podrá ir a su trabajo. ¿Cómo va a justificar un corte de espada?
—Querida, eso es lo de menos —dijo Albana, restándole importancia a su comentario con un gesto de su mano—. Las Guardianas llevan siglos inventándose excusas. La verdad es mucho más fácil de ocultar de lo que crees porque, ¿quién iba a creérsela? —Su rostro se ensombreció—. Pero en algo no te equivocas. Gloria no lo tendrá fácil. Todavía no lo sabe, pero el de hoy ha sido su último enfrentamiento con los Enviados.
Gabriela la miró horrorizada.
—¿¡Se va a morir!? —exclamó.
Para su alivio, Albana soltó una breve carcajada ante su alarma.
—No, niña. Gloria no se va a morir. Pero no podrá volver a luchar. Al menos, no como hasta ahora.
Se cubrió la boca. Aquello no era mucho mejor.
—Pero… si no puede volver a luchar, ¿seguirá siendo la líder de la Orden?
—Durante un tiempo, puede —contestó Albana—. Pero tarde o temprano tendrán que escoger a otra Guardiana. Una líder debe de poder guiar y defender a sus compañeras allí donde más se la necesita, en especial cuando hay peligro. Exactamente como ha hecho contigo hoy, y como habría hecho con todas las demás. Las Guardianas no solo estáis aquí para protegerme a mí.
—Esto es una pesadilla —sollozó cubriéndose el rostro.
Gloria estaba herida. La Orden de Alnilam, a la que planeaba dar la espalda, iba a perder a su líder, a una de las mejores guerreras de toda la Unión, por su culpa. Porque ella no había sido lo suficientemente fuerte para asumir su destino.
En ese momento, la puerta de la biblioteca se abrió de golpe, sobresaltándolas. Gabriela escuchó jadeos y a alguien caminar con dificultad. Se levantó de golpe al ver a Gloria asomarse entre las dos estanterías. Caminaba con una muleta y llevaba el muslo vendado.
—¿Estás bien? —le preguntó su líder con la voz ligeramente enlentecida.
Gabriela se puso en pie de golpe, desconcertada. Habría imaginado que la Guardiana no querría ni mirarla a la cara después de aquello. Y aun con todo, su primera preocupación al regresar era saber si ella estaba bien.
—Lo siento mucho… —musitó sin poder controlar el temblor de su cuerpo—. No quería que pasara esto…
—No es tu culpa, Gabriela —dijo Gloria acercándose hasta ella y rodeándola con el brazo—. Cuando desenvainamos una espada contra un Enviado sabemos el riesgo al que nos enfrentamos.
—Pero no habrías tenido que hacerlo si yo no hubiese sido tan despistada… Me siento tan culpable…
—Ni se te ocurra —replicó la Guardiana, frunciendo el ceño con dureza y obligándola a alzar el rostro—. Las Guardianas no podemos permitirnos la culpabilidad. Si lo hiciésemos, no seríamos capaces de defendernos. Los errores se asumen como una lección. Si sientes rabia con lo que ha sucedido esta noche, aférrate a ella y úsala.
—Pero… tu pierna… —gimió—. Albana dijo…
Se giró hacia la Portadora, pero esta había desaparecido. Las palabras se le atragantaron en la garganta.
—Ya sé lo que te dijo Albana —dijo Gloria con voz calmada, haciéndola volverse—. Te dijo que esta herida será el principio de mi final como Guardiana, ¿verdad?
Gabriela la miró con ojos temblorosos.
—¿Lo sabías?
—No sabía cuándo ni cómo llegaría —contestó Gloria—, pero sí sabía que sería protegiéndote. Lo había visto en el Libro de Orión.
—¿Y aun así acudiste a defenderme? ¡¿Por qué?! ¡Deberías haberlo evitado! ¡Podrías haber enviado al resto de Guardianas!
Gloria alzó la cabeza y la miró con una seguridad aplastante.
—Porque era mi deber y porque nadie puede escapar a su destino.
Gabriela sacudió la cabeza, incapaz de aceptar aquella idea.
—¿Cómo puedes estar tan tranquila? ¿No me odias?
—Claro que no —le dijo con una sonrisa—. ¿Por qué iba a odiarte? Nada de esto es culpa tuya. Gabriela, por muy difícil que sea, empecé a aceptar lo que vendría hace tiempo. No será fácil, pero sé que mi labor en Alnilam todavía no se ha terminado. Todavía me queda algo por hacer. Quizá, lo más importante.
—¿El qué?
Gloria la miró fijamente y le limpió las lágrimas.
—Hacer que te conviertas en la mejor Guardiana de toda la historia de la Unión. Y no pienso parar hasta lograrlo.

EN PARÍS
Septiembre de 2002
Empezaba a oscurecer sobre París. La noche de finales de verano no conseguía ahuyentar a los viandantes, ávidos por empaparse del alma de una ciudad tan legendaria. Gabriela podía comprenderlo. París era una ciudad fascinante, llena de belleza y de historia. Pero no era su territorio, y eso se traducía en demasiados ángulos que escapaban a su control y demasiados ojos de los que mantenerse oculta.
Desde la cima de la Église Du Dôme, observó los tejados de la ciudad extenderse hasta el infinito en todas direcciones. Paseó sobre la cubierta de piedra caliza hasta rodear la base de la cúpula. Sandra estaba sentada sobre el friso que rodeaba el tambor, recostada contra la vidriera de una de las ventanas, con una expresión de aburrimiento que rozaba el mal humor. Nada nuevo en ella, al fin y al cabo.
Se detuvo unos metros delante de ella y dejó que su mirada se perdiese en las luces de la Torre Eiffel. Desde allí, tenían un envidioso panorama del que era probablemente el monumento más famoso de la ciudad. En otro momento se habría permitido disfrutarlo.
—¿Qué demonios tiene que hacer, tanto tiempo ahí adentro? —se quejó Sandra.
Gabriela suspiró pero no contestó. Aunque internamente compartía la impaciencia de su compañera, su código ético le impedía mostrar ningún tipo de desconsideración hacia cualquiera de las Portadoras. Aunque ellas habían jurado lealtad ante la Piedra de Alnilam, para Gabriela aquel juramento se extendía al resto de Órdenes. A pesar de que no todas las Portadoras tuviesen un carácter tan agradable como la suya.
El viento cambió de dirección, enredando su larga melena castaña alrededor de su cuello. Gabriela se removió, nerviosa. Se acercó a la balaustrada y echó un vistazo a la calle, donde una marabunta de gente bajaba por la escalinata de la fachada principal. El quejido del cuero del traje de su compañera le indicó que ella también se había puesto en pie. Escuchó sus pies sobre la piedra del tejado cuando se dejó caer y notó su presencia a su lado.
— Algo te tiene nerviosa —le dijo Sandra.
Gabriela suspiró y asintió.
— Tengo un mal presentimiento —dijo—. Llevo con esa sensación desde que llegamos a París el viernes.
—¿Crees que están aquí?
Le dirigió una mirada grave y asintió en silencio.
Sandra consultó su reloj de pulsera.
—Faltan menos de diez minutos para el cierre. Debería salir ya —anunció.
—Bajaré a buscarla. Tendré que dejar las espadas aquí —dijo Gabriela mientras desabrochaba el cinturón de sus wakizashi, que llevaba cruzado frente al pecho.
Se lo tendió a su compañera, que lo colocó sobre el suyo propio mientras ella vestía su larga gabardina beis para ocultar el traje de cuero.
—Ponte el fular —le recordó Sandra—. Estamos a finales de verano. Un pañuelo de seda azul cielo llamará menos la atención que ir de cuero hasta el cuello con el calor que hace.
Gabriela asintió resignada y se colocó el fular de forma que la parte superior de su mono quedase oculta. A su compañera no le faltaba razón, pero aquello también significaba añadir más capas de tela a un traje con el que ya se estaba asando.
Sin perder tiempo, se introdujo por una de las portezuelas que daban acceso al entramado de madera que soportaba el tejado y descendió entre las vigas. Llegó hasta una pequeña trampilla de madera a ras del suelo. La abrió y la luz del interior de la iglesia se filtró, iluminándolo todo. Salió a la plataforma que recorría el perímetro de la cúpula. Se permitió un instante para maravillarse por la belleza de aquella construcción, y por el privilegio de poder recorrerla hasta sus mismísimas entrañas. Descendió por una escalerilla de metal junto a una de las vidrieras hasta el nivel inferior y lo recorrió hasta dar con una de las escaleras de caracol que bajaban a la planta baja del templo. Al fondo de la escalera se encontró con una gran puerta de madera. Del otro lado le llegó el sonido amortiguado de las pisadas y los susurros de los turistas. La abrió con cuidado y echó un vistazo al exterior para estar segura de que nadie la veía. Salió y arrimó la puerta tras ella.
Recorrió la iglesia a buen paso aunque sin aparentar prisa. A pesar de que el templo estaba a punto de cerrar, algunos visitantes entraron, intentando estirar la última atracción del día a paso apurado. A lo lejos, vio un rostro familiar en la pequeña capilla a la izquierda de la entrada. Una mujer de cabello rubio estaba de pie en el centro de la estancia. Estaba vestida con un elegante traje de lino en tono beis y una camisa a rayas blancas y azules. Gabriela caminó hacia ella y se colocó a su lado, girándose hacia la tumba y fingiendo admirarla, como haría cualquier turista.
—“Es tarde. Debemos irnos” —dijo, utilizando el hilo telepático que había creado con la Portadora de Meissa tan solo un par de días atrás.
—“Nos iremos cuando yo lo decida” —replicó la mujer con firmeza.
Gabriela ahogó un resoplido de frustración. Empezaba a entender a las Guardianas de Meissa. Sidonie podía ser muy difícil.
—“No es seguro, Señora. Tengo la sensación de que los Enviados están en la ciudad.”
La miró de reojo y su corazón se aceleró al advertir el cambio en sus facciones y el color de su cabello, que se había vuelto de un castaño casi tan oscuro que parecía negro.
—“¡Señora! ¡¿Cómo se os ocurre mostraros en público?!” —la increpó, dirigiéndole una mirada insistente.
Pero la mujer no se inmutó. Continuó observando la estatua de Jérôme Bonaparte, que se erguía orgullosa sobre el sarcófago en el que descansaban sus restos mortales.
—¿Te has preguntado alguna vez por qué fuiste elegida? —preguntó la Portadora en voz alta.
Gabriela la observó, sorprendida.
—Creo que no hay una mujer en la Unión de Orión que no se lo haya preguntado. Imagino que ustedes no serán la excepción —contestó.
—¿Y cuál es tu teoría?
—¿Por qué fui elegida?
Sidonie asintió.
Gabriela inspiró hondo, pensativa.
—Todas mis compañeras de Alnilam son mujeres con mucho talento, aunque sea en diferentes ámbitos. Quiero pensar que mi piedra me escogió porque yo también poseo alguno.
La mujer le dirigió una sonrisa condescendiente.
—Además de la modestia, por lo que veo —observó—. ¿Crees que fue tu piedra quien te escogió?
—Creo que son las Piedras quien nos escogen, aunque en origen, fueron los dioses quienes las han creado— contestó tras meditar su respuesta.
Sidonie le dedicó una sonrisa misteriosa y volvió la vista de nuevo hacia el monumento.
—Por la gracia de Dios, ¿eh? Algo tan sencillo como el lugar en el que nacemos puede determinar nuestra vida entera, sin darnos la oportunidad de ver quién podríamos haber sido si hubiésemos nacido en otra situación. No sé qué demonios estaban pensando los dioses cuando escogieron a algunos…
Gabriela se sorprendió al ver la mirada de desprecio que le dedicaba a la estatua.
—¿Le conocisteis?
—Lamentablemente —confesó—. Nunca llegué a cruzar palabra con él. Yo no era de su rango, ni tenía intención alguna de pretenderlo. Pero tuve una gran amistad con su primera esposa, Elisabeth. Elsa era una gran mujer. Nunca se mereció a este canalla. Ella sería quien se merecería estar en un mausoleo y no a la intemperie.
—¿Elsa? —repitió Gabriela—. Su nombre me suena familiar.
—Debería —dijo Sidonie—, aunque no fuese tu Orden.
—Fue una Guardiana de Meissa, ¿no es así?
—Así fue… hasta que se enamoró.
—Recuerdo haberlo leído. Fue expulsada de la Orden cuando decidió casarse.
—Así fue, aunque nos dejó una buena cantidad de dinero tras su muerte. Nunca se olvidó de nosotras —confirmó la mujer, arrastrando cada palabra como si aquella confesión le pesase en el corazón—. Hay muchas cosas de las que no me siento orgullosa. Dejarla ir fue una de ellas.
—Disculpen.
Una voz masculina las interrumpió en francés, atrayendo su atención. Gabriela comprobó de reojo que Sidonie volvía a mostrar su melena rubia y sus ojos azules se habían vuelto castaños, tal y como habían entrado al templo.
—Vamos a cerrar ya. Por favor, diríjanse a la salida.
Gabriela asintió y le hizo una señal a la mujer.
—Debemos irnos.
En aquel momento, su Piedra Ámbar se calentó en su pecho, bajo su traje. La voz de Sandra resonó en su mente.
—“Más vale que te des prisa. Tenemos compañía.”
—“¿Cuántos?”—preguntó, nerviosa, mirando a su alrededor.
—“Tres. Necesito ayuda.”
—“Enseguida subo.”
Asió a Sidonie del brazo y la llevó aparte.
—“Los Enviados están aquí. Si me ven contigo, se imaginarán quién eres.”
—“Tranquila. Sé ocultarme. Llevo siglos haciéndolo”—respondió la Portadora, quitándose la chaqueta.
Gabriela asintió y apuró el paso en dirección a la salida, dejándola atrás. Bajó la escalinata, pero se desvió hacia la izquierda. Echó un vistazo desde la esquina hasta advertir el traje de lino beis de Sidonie aparecer por la puerta. Esta vez, su cabello lucía unos hermosos rizos pelirrojos y se había puesto la chaqueta reversible del revés, aparentando una americana en color azul marino.
—“¿Cuánto tiempo necesitas para salir de la ciudad?” —le preguntó Gabriela mientras rodeaba el perímetro de la iglesia, cobijándose en la oscuridad de la noche y la sombra que proyectaba el edificio desde la fachada.
—“Tardaré diez minutos en llegar a la parada de taxis. Saldré en el primer tren que haya.”
—“Mantenme informada de cada paso. No nos iremos hasta que hayas dejado París” —contestó.
—“Buena suerte.”
Gabriela ignoró la despedida y centró su atención en el edificio, oculta en el recoveco que quedaba en la unión de la iglesia con la catedral de Saint-Louis-des-Invalides. Se quitó la gabardina, dejándola tirada en una esquina, se retrasó unos pasos para tomar carrerilla y saltó, impulsándose sobre la base del edificio. Su cuerpo se elevó en el aire, y se asió sin dificultad al friso que marcaba la primera altura, a unos quince metros desde el suelo. Volvió a impulsarse sobre él para salvar el resto de la distancia hasta la balaustrada del tejado. La saltó y corrió sobre la irregular superficie de piedra, rodeando el tambor de la cúpula.
—“¿Dónde estás?” —preguntó a su compañera.
Casi a modo de respuesta, una figura cayó de espaldas desde la cima del tambor de la cúpula principal de la iglesia. Gabriela se detuvo en seco y se quedó mirando al Enviado, mientras él se levantaba aquejado del dolor que a buen seguro sentía en su espalda. Él apenas tardó un par de segundos en percatarse de su presencia y otros tantos en girar su espada hacia ella en una clara señal de amenaza.
—“Sandra, necesito mis espadas.”
Gabriela saltó sobre la cubierta de la pequeña cúpula que marcaba la unión de los dos edificios y giró su cuerpo hacia atrás, virando en el aire hasta caer de pie sobre el nivel superior del tambor. Allí arriba, tanto el entrechocar de los metales como los jadeos y gritos de rabia de su compañera se hicieron más perceptibles. Según se asomó sobre el segundo nivel del tambor, se encontró inmersa de lleno en el combate. Apenas tuvo tiempo de apartarse instintivamente para esquivar el filo de una katana, que rebotó contra la esquina de la base de la columna, haciendo saltar un trozo del pan de oro que la recubría. Reaccionó con rapidez asiendo el brazo del Enviado para mantener el arma alejada de su cuerpo, propinándole una patada en la espalda.
—“¡Ya era hora!” —protestó Sandra mientras se dejaba caer al nivel inferior, lanzándole su cinturón al vuelo.
Gabriela lo atrapó y se dejó caer tras ella casi al mismo tiempo que el segundo Enviado se reunía con su compañero. Corrió tras Sandra hacia el tejado de la catedral mientras se colocaba el cinturón, echando un vistazo de reojo a sus perseguidores.
—“Tenemos que entretenerlos un rato” —anunció.
—“Estupendo. Ya me estaba aburriendo” —contestó su compañera.
Se detuvieron en seco cuando uno de los hombres se dejó caer sobre una de las torretas alrededor del cascarón, cortándoles el paso. Gabriela lo reconoció enseguida. Era el hombre que había caído frente a ella.
—“Tenemos que evitar que nos rodeen” —dijo desenvainando sus espadas y saltando sobre la balaustrada que rodeaba la circunferencia de la cúpula menor.
Sin esperar a recibir el ataque, se lanzó contra su adversario, un hombre que probablemente le sacaba unos diez años, además de ser mucho más corpulento que ella. Llevaba el pelo completamente rapado, lo que hacía que el escorpión que todos los Enviados llevaban tatuado al cuello quedase expuesto en primer plano.
Gabriela lanzó un ataque con la derecha, que él detuvo sin dificultad, esquivando su segunda espada dirigida a su hombro, al tiempo que redirigía el combate hacia el techo de la nave de la catedral. Le siguió sin darle un respiro, utilizando la fuerza bruta de sus estocadas para aprovechar su momento y cargar sus propios contraataques. Sandra saltó junto a ella y los dos Enviados restantes la siguieron.
—¿Qué decías de evitar que nos rodeasen? —preguntó su compañera, observando a los tres Enviados y dirigiéndole una sonrisa esquiva.
—Son tres espadas. Nosotros también —contestó Gabriela, mostrando sus dos wakizashi y dedicándoles una mirada amenazante.
—¿No serán demasiadas para ti, Guardiana? —preguntó el Enviado que estaba a su derecha, con un marcado acento ruso.
—¿Quieres comprobarlo?
—Venga, necesito una espada nueva —dijo Sandra, blandiendo su cadete alrededor de su cuerpo—. Quizá las vuestras me sirvan.
Los Enviados respondieron a la provocación lanzando un ataque a tres bandas, al que ellas respondieron como mejor sabían. Llevaban años entrenando juntas. Desde su iniciación. Con cualquier otra Guardiana, la situación de desventaja numérica la habría puesto nerviosa. Pero con Sandra, se sentía en ventaja. Ambas eran las mejores guerreras de su generación individualmente, pero juntas se entendían a la perfección. Sabían apoyarse una en la otra y usarse como un arma más. Cuando estaban juntas no eran solo tres espadas, sino cinco.
Los Enviados no tardaron en darse cuenta e intentaron llevar el combate a un territorio en el que les fuese más sencillo separarlas. Gabriela se dio cuenta con fastidio de que lo estaban consiguiendo, cuando Sandra se vio obligada a retrasarse hasta la base del tejado, acosada por dos de los hombres. Para cuando ella consiguió perder la estela de su Enviado el tiempo suficiente como para acudir en apoyo de su compañera, la pelea se había trasladado al interior de la cubierta. Cruzó la estrecha portezuela hacia el interior del tejado y se encontró en un largo entramado de viejas vigas de madera que formaban un túnel a varias alturas. Sandra se defendía a duras penas de los dos contrincantes, alternando los dos niveles superiores. En aquel lugar, ninguno de ellos disfrutaba de una ventaja clara. El espacio entre las vigas no era lo suficientemente amplio como poder maniobrar una espada con comodidad sin evitar que se encajonase en la madera ocasionalmente. Ellos las aventajaban en fuerza, algo que solían suplir ampliamente con una mayor agilidad y destreza pero. Aquel entramado las dejaba sin su mayor contraataque.
Gabriela descendió la escalerilla de madera de un salto y se precipitó contra los dos. Ella tenía mejores posibilidades de un ataque más efectivo. Sus espadas eran más cortas que la de Sandra y su cuerpo también era más menudo.
De pronto, todo se quedó a oscuras.
El sonido de los metales se detuvo de inmediato, substituido por la tensión que provocaba la sensación de descontrol. Una pequeña luz de emergencia iluminaba una de las vigas en el nivel inferior, hacia el final.
Tras el desconcierto inicial, Gabriela se dio cuenta de lo que había sucedido. El tercer Enviado había debido de cerrar la puerta de entrada tras él, confiando en que la oscuridad las desubicaría. No podían comunicarse de ninguna forma. Si hablaban, el sonido de su voz delataría su presencia a los Enviados. Si lo hacían mediante el hilo telepático, lo haría el brillo de sus Piedras Ámbar. Por mucho que las guardasen bajo el cuero del traje, en aquella oscuridad sería perceptible a través de la tela.
Sin embargo, no eran las únicas que habían perdido ventaja. Ellos se enfrentaban exactamente al mismo problema. Quizá, a más de uno.
Confiada, caminó decidida hacia la luz y se dejó ver con actitud desafiante. Alzó una espada y golpeó el plástico de la bombilla, fundiendo la única fuente de iluminación de toda la estancia y dejándoles en la más absoluta penumbra.
Desgraciadamente, no sabían demasiado sobre el entrenamiento de los Enviados. Pero sí conocía el suyo y el de sus compañeras. Ella misma se había encargado de entrenar a muchas de ellas. La Orden de Alnilam había vivido bajo tierra durante siglos, y estaban más que habituadas a desenvolverse en la oscuridad. La habían convertido en una aliada hacía mucho tiempo, obligadas por su incansable acoso.
Cerró los ojos y se movió con sigilo sobre la madera. Había sacrificado momentáneamente su ventaja, revelándoles su posición a sus enemigos, y ellos respondieron.
El crujir de la madera a su alrededor le indicó sus posiciones. Uno a su derecha, otro en la viga superior a la izquierda, un tercero a pocos metros delante, y un cuarto a sus espaldas. Por supuesto, ellos no eran los únicos que la habían visto. También Sandra. A su izquierda, el bailoteo de unas uñas sobre la superficie de madera la hizo esbozar una imperceptible sonrisa. Ya sabía de qué lado no tendría que preocuparse.
Se mantuvo alerta, esperando a que cualquier crujido en la madera le indicase de dónde vendría el ataque. Alzó su pierna para detener la patada que le llegaba desde su espalda, cruzando su espada izquierda a tiempo para detener el ataque frontal del segundo. Escuchó el viento a su izquierda y uno de los Enviados gimió antes de que su cuerpo cayese contra la piedra caliza de la pared con un golpe sordo, impulsado por su compañera. Una vez que el combate se abrió, el entrechocar de las hojas del metal, los quejidos de la madera bajo sus pies y el olor que desprendía el cuero de los trajes trazó un mapa sensorial que utilizaron lo mejor que pudieron para mantener el control de la situación. Como había imaginado, pronto se hizo obvio que ellos tampoco se sentían cómodos en aquellas condiciones. Percibieron el brillo azul de sus piedras intercambiando órdenes hasta que la puerta volvió a abrirse. Gabriela aprovechó la luz para lanzar una patada a la muñeca de su contrincante. Aunque no consiguió desarmarle, la fuerza de su golpe hizo que el metal de la hoja se quedase incrustado en una de las vigas. Con la rapidez de un rayo, blandió su espada derecha y la detuvo ante el cuello del Enviado. Dedicándole una mirada de advertencia, paseó su filo por la barba mal recortada de su pescuezo y arqueó una ceja inquisitivamente.
Él bufó, frustrado, pero soltó el arma, que se quedó clavada en la viga, retrasándose hacia la salida tras sus dos compañeros.
—“Sidonie, ¿has llegado a la estación?” —preguntó en el hilo con la Portadora mientras Sandra desincrustaba la katana del Enviado.
—“Estoy en el tren. Saliendo de la estación.”
Respiró, aliviada, mientras regresaban al fresco de la noche sobre los tejados.
—¿Los seguimos? —preguntó Sandra, apuntando a las siluetas de los Enviados, que descendían por los contrafuertes de la catedral.
—No. No es necesario —respondió, envainando sus espadas a su espalda—. Llamaré a Barcelona para que los controlen por las cámaras. ¿Estás herida? —preguntó advirtiendo un par de gotas de sangre que goteaban de uno de los brazos de su compañera.
Sandra alzó el brazo y le mostró el interior de su bíceps, donde el filo de la espada había abierto un pequeño tajo en el cuero.
—Es solo un rasguño —contestó la Guardiana.
Gabriela lo observó con el ceño fruncido.
—De todas formas, será mejor desinfectarlo cuanto antes —le dijo mientras cogía su teléfono móvil. Pulsó el uno en su marcación rápida y la contestación no tardó en llegar. No se alargó en la llamada. Lo suficiente como para dar las órdenes pertinentes. Quería regresar a Barcelona cuanto antes. Sin embargo, las Guardianas de la base también tenían noticias para ella.
—¿Todo bien? —preguntó Sandra observando su expresión.
Asintió y le dedicó una sonrisa.
— Una de las Piedras Ámbar está brillando —anunció.
Sandra envainó su espada y suspiró.
—Parece que tenemos una nueva elegida a la que entrenar.…